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El aumento en los precios de los alimentos, en México y en el mundo, se debe a una serie de factores: aumento de la demanda en India y en China —paradójicamente, el fin del hambre de millones—; a malas cosechas a nivel mundial, resultado del cambio climático; al aumento en el costo de los fertilizantes, jalado por el incremento de los precios petroleros y a la creciente demanda de biocombustibles, entre los que destaca el etanol. En nuestro país, además, tenemos el peso muerto de la especulación —a menudo, de parte de grandes empresarios—, que permite la acumulación de inventarios de granos a costas tanto del consumidor, como del productor. Hay dos aspectos hasta cierto punto contrastantes en el plan del gobierno federal para prevenir la crisis alimentaria. Por una parte, se obedece a los mercados y se eliminan impuestos a la importación de maíz, trigo, frijol y arroz. La dura realidad calló a las agrupaciones políticas que venían abogando, desde hace cuando menos un lustro, a favor del proteccionismo agrícola (y, con ello, del manejo político y corporativo de tarifas y subsidios). Silenciosamente, el capítulo más peliagudo del TLC dejó de ser tema de controversia seria porque, como dice el dicho, a todo se acostumbra uno, menos a no comer. Por la otra, hay una serie de medidas orientadas a fortalecer la producción de bienes básicos, a proteger a los consumidores más vulnerables y a subsidiar a productores y familias necesitadas. En ellas está implícito el reconocimiento de que el mercado, por sí solo, puede tener consecuencias que son éticamente inaceptables en una sociedad moderna (y aquí, más que a Malthus, nos referiríamos a David Ricardo, y su visión de un mercado de trabajo en el que la oferta de mano de obra se autorregula por la vía del hambre). El reto será que los programas funcionen tal y como están diseñados: en demasiadas ocasiones el uso político y burocrático de los mismos los ha convertido en trabas para la producción. Finalmente, está el apartado estratégico. La reserva de maíz, en principio destinada a las familias marginadas, es posiblemente el inicio de una reserva todavía mayor. De hecho, esta parte del proyecto es una respuesta tardía al problema mundial: otras naciones llevan más tiempo armando las suyas, y el efecto "compras internacionales de pánico" es un ingrediente adicional de la crisis que estamos viviendo. Podemos considerar que las medidas pueden ser insuficientes, que algunas son de difícil instrumentación y que otras llegaron tarde. Pero todas van por el camino correcto. El problema con el que se toparán, estoy convencido, es la cortedad de miras de la mayor parte de las distintas agrupaciones de productores y de comercializadores de alimentos, por no hablar ya de los partidos políticos. En sus primeras reacciones se ha hecho evidente que cada quien mira para su santo, que son sus santos intereses, y le importa un bledo la situación del país en su conjunto. Tejer fino en la política: ese es el desafío mayor. Allí, desgraciadamente, no podemos ser tan optimistas. Hay otros dos frentes en los que será urgente trabajar. Uno tiene que ver con la política internacional. Si bien el etanol no es el único culpable de la situación, es un factor que se puede controlar por medio de políticas públicas. Pugnar por una reducción generalizada de los subsidios masivos al etanol es parte de una política activa y responsable de cualquier nación. La cuestión es particularmente grave en Estados Unidos: el 20 por ciento del maíz de EU se convierte en etanol… para producir el 2 por ciento de la energía que utiliza esa economía. Si convirtieran todo, apenas cubrirían el 10 por ciento de su demanda energética. Un absurdo. De igual manera, México debe trabajar para que todas las naciones avalen y respeten el Protocolo de Kioto. De otra forma, el derroche energético seguirá impactando los precios de los bienes más fundamentales. El segundo frente es interno, y es cultural. La población sabe ya —merced a un reality show— que México es el segundo país más obeso del mundo. Lo somos porque hemos entrado de lleno a la cultura de la obesidad. La composición de la dieta ha cambiado, favoreciendo grasas y azúcares; ha cambiado la composición misma de los alimentos (comparen un queso comercial de hace 25 años con el de hoy: son productos distintos); ahora se insta a las personas a comer mucho (platos tamaño Texas, también en las casas) y la cultura de aprovechar las sobras ha ido en declive, con lo que se tiran muchos alimentos. Hay grandes empresas que se han beneficiado de la chatarrización de la dieta de los mexicanos, la siguen impulsando —a veces con publicidad engañosa: "consume más de nuestro producto y adelgazarás"— y no deben estar muy dispuestas a ver disminuidas sus ganancias. No importa que la gordura sea sólo otro rostro de la desnutrición, tampoco que una serie de alimentos pierdan, en procesos sucesivos, su capacidad nutricional, o que los costos mayores no sean los del alimento mismo, sino los de empaque y publicidad (que es casi como meter la comida por tubo). Si de verdad se quiere llevar a cabo una estrategia integral en contra del hambre, hay que incluir en ella a las escuelas y a la publicidad. Fomento de una cultura sana, por un lado; por el otro, regulación estricta de mensajes que apuestan —a escondidas— por la cultura de la obesidad. fabaez@gmail.com |
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AHANAOA A. C.
Lic. Nut. Miguel Leopoldo Alvarado
http://www.nutriologiaortomolecular.org/
http://www.seattlees.com/
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